Capítulo 4. Alemania
Al salir del coche casi me quedo
petrificado, hacía 12º bajo cero y caía una lluvia menuda que hacía
daño, la ropa de abrigo que llevaba no era suficiente y me encontraba en
un lugar solitario y desconocido, con la única posibilidad de
entenderme de las aproximadamente cincuenta palabras de inglés aprendido
en el puerto de Valencia cuando tenía unos 16 años, ‒compraba tabaco a
los marineros extranjeros que llegaban al puerto de Valencia y solían
hablar inglés‒. En Alemania tenían como segunda lengua el inglés, por lo
que me pude, aunque con dificultad, desenvolver más o menos.
El alemán que me trajo me dejó en una
plaza donde había un montacargas con capacidad de bajar coches. Se
trataba de pasar una ría o canal por un túnel construido por debajo y
que terminaba en Altonastrase, que era la zona portuaria, donde estaba
la empresa de construcción naval Howaldtswerke en la que trabajaba un
conocido de Valencia.
Me habían dejado prácticamente en la
puerta donde estaba el ascensor, envuelto en una bufanda de lana,
gracias a la que pude subsistir en los primeros momentos, amén de
haberme puesto otro pantalón encima del de pana que llevaba, cosa que
hice en aquel largo y solitario túnel que me llevo a la otra orilla del
canal en la zona portuaria. En la gris y fría soledad me topé con la
cabina de unos policías del puerto, que por señas me indicaron donde
estaba la Howaldtswerke, la empresa donde encontré a mi amigo.
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Los astilleros Howaldtswerke en Hamburgo. |
Se llamaba Juan y había trabajado en la
UNL, de donde lo conocía. El panorama en que me encontré no era nada
idílico, se trataba de un gran barracón de madera en el que había
habitáculos que albergaban a unas 50 personas, acomodadas en literas de
tres alturas ‒me recordó mi compañía en Ifni‒, olía a cuartel. Juan me
acomodó en una de las literas. Al día siguiente Juan me acompañó a la
oficina de "reclutamiento".
Pasé una noche fatal, dormí mal y poco,
no solo por la incertidumbre de saber si me admitirían y me hacían el
contrato, también porque la cama era tan dura como dormir en una tabla.
Al día siguiente, a las seis de la mañana, nos pusimos en marcha, había
que calentar el desayuno en unos hornillos eléctricos que había en una
sala con unas mesas largas y unos bancos, parece que para poder tener
opción a coger un hornillo había que levantarse a las cinco y media de
la madrugada. Cuando salimos del barracón, sobre las seis y media, hacía
mucho frío y había una niebla tal que no se veía nada a más de tres
metros.
Llegamos a las oficinas de empleo.
Encontré curioso que fuera de la entrada había una fuente de la que
podías beber té caliente, cosa que hicimos. Pareció como si me hubiesen
estado esperando, todo fue fácil, el empleado que me recibió hablaba
español, pasaporte y contrato de trabajo y a empezar al día siguiente.
El problema para mí fue que lo que más necesitaban era mano de obra de
fuerza bruta, me destinaron a la sección de calderería, en la sección de
tubería general como ayudante de un oficial.
Aunque el trabajo era durísimo, tuve
suerte con Willibald ‒para mi Guillermo‒ un alemán que en la segunda
guerra mundial emigró a Argentina y hablaba un español más que correcto.
La Howaldtswerke eran unos grandes
astilleros donde trabajaban 12.000 personas, fue donde Hitler hizo
construir la flota de submarinos y los navíos de su fuerza naval.
Me incorporé al día siguiente, antes
tuve que pasar por el almacén donde me dieron un traje de un material
contra el fuego y unas botas con la puntera de acero. Enfundado en aquel
traje ‒que aun siendo la talla más pequeña le tuve que doblar los
camales y la mangas‒ y calzado con aquellas botas, parecía un autómata
al que agregaron un casco para los chorretones de soldadura que en el
interior del barco en construcción caían por doquier.
Tuvieron que pasar unos días para
adaptarme al tajo. El trabajo era durísimo, se trataba de plantillar
tubería en el interior del barco, donde la atmósfera era irrespirable,
tenías que pasar por andamios, soportar el ruido de los remachadores
dentro del casco ‒que es lo que se botaba‒, cuando no un chorretón de
soladura eléctrica o autógena. Una vez hecha la platilla con unas
varillas de hierro en el taller ‒una gran y ruidosa nave‒, se daba la
forma al tubo rellenándolo de una gravilla fina que había que compactar
martilleándolo. Posteriormente, sobre una mesa de hierro con agujeros,
se procedía a dale la forma de la plantilla calentándolo con un gran
soplete de boquilla grande. Había que coger los tubos de una cierta
envergadura y subirlos a bordo en su conjunto con una grúa, presentarlos
y fijar las bridas con unos puntos de soldadura eléctrica, dejando la
terminación del último tubo del ramal para el ajuste final. De vuelta a
desmontarlos y bajar de nuevo al taller para que un soldador profesional
soldase las bridas. Terminada la soldadura de vuelta a bordo para hacer
el montaje final y finalizar con el terminal. Esto se hacía en el
interior del casco, había que maniobrar por andamios cargado de un tubo o
subiéndolo con polipasto. Si la tubería era de cubierta había que
trabajar nevando y a 10 bajo cero y con el mar del puerto con bloques de
hielo flotando. Un trabajo durísimo.
Algo de suerte tuve, Guillermo era una
persona excepcional y pronto entablamos una buena amistad, al extremo
que me acogieron en su familia como un amigo apreciado. Tenía mujer y
una hija de 11 años y les gustaba lo español. Empezamos con una paella
hecha por un Valenciano de Sueca, paella que salió para repetir. Así se
comía todos los fines de semana en casa de Guillermo.
Formé parte de un pequeño grupo de
españoles, en el que se encontraba Vicente el valenciano ‒que hacía
buenas paellas‒, José ‒un cocinilla de Portugalete‒ y Antonio ‒un
andaluz con gran gracejo‒. Un día se habló de hacer un cocido madrileño,
para lo que hacía falta, entre otros ingredientes, especialmente
garbanzos. Ocurrió que la Sra. de Guillermo trajo guisantes. Se hizo el
cocido con los guisantes y aunque aquello no se pareció nada al cocido,
como había buen ingrediente, nos lo comimos regado con un buen vino, se
podía comer.
El hecho de llamarme Adolfo me
favoreció, ya que tuve la sensación de que en cierto modo les recordaba
al dictador y les sonaba bien. Tal era esta situación que el encargado
de la sección, estando en horas de trabajo, me invitaba a un vaso de
chocolate caliente ‒había una máquina expendedora de bebidas calientes
dentro de la factoría, donde se podía ir a tomar algo caliente
pagándolo, no así la fuente de té que era gratis‒. El encargado me
invitaba a chocolate y algún que otro chupito de brandi, para que
jugásemos una partida de ajedrez en una cabina que tenía en el barco,
con una estufa, incluso solía agregarse alguno que otro a ver la
partida. Él era un jugador mediocre y, siendo yo un jugador autodidacta,
solía ganarle. Cuando ganaba él se notaba su cara de satisfacción. No
recuerdo como se llamaba, pero tenía una hija de diez años a la que
todos los viernes le di clases de dibujo en casa de Guillermo, junto a
su hija, siempre los viernes por la tarde que no se trabajaba, era el
día que había que aprovechar de 5 a 7 las clases y de 7 a... a Sant
Pauli.
El sábado las buenas comidas en casa de
Guillermo y por la tarde noche partida de julepe en el barracón donde
solía ganar, el domingo se empleaba para el aseo personal y
correspondencia, los demás días había que acostarse pronto porque había
que levantarse a las cinco y media para poder coger un hornillo para
calentar el desayuno. A las siete de la mañana estaba en la puerta de la
sección el jefe, que conforme entrabas te daba la mano deseándote los
buenos días con un lacónico "Mogen". A esa hora la niebla era tan densa
que tenías que ir con las manos por delante para no tropezar. No pocas
veces te sorprendía el "¡Alto!" de un policía del puerto, que salía como
de la nada para ver si llevabas contrabando de tabaco.
Mi estancia en Alemania fue dura, pero viví momentos diferentes a los de la España de los 60.
Recuerdo el primer día que entré en un
bar, me senté en una mesa y pedí una cerveza, había un pequeño
escenario, donde una joven estupenda hacia striptease. Aquello para un
español educado dentro del pecado, donde a lo más que teníamos costumbre
era a ver una rodilla de mujer, sorprendía, cuando no revolucionaba las
hormonas subiendo los niveles de testosterona. Mientras que los
alemanes presentes aplaudían la hermosa desnudez de aquella bella joven,
los españolitos nos desahogábamos de una u otra forma. Puedo decir que
yo me crie en el barrio chino de Valencia, donde a muy temprana edad
solía subir a las casas de putas habidas en el barrio, aun así, el
striptease era una novedad, algo nuevo y excitante.
Parecía que los españoles teníamos una
gran preferencia para las alemanas ‒por la novedad‒, aunque íbamos
vestidos de pobre y calzados con aquellas botas con puntera metálica,
que nos hacía andar de forma patosa, y éramos por lo general pequeños de
estatura, pero claro, con aspecto latino, que sería lo que les
"molaba".
Recuerdo que íbamos a una sala de baile
donde las mesas estaban numeradas y tenían un teléfono, lo normal era
que uno llamase al número de mesa donde había una chica que te gustaba,
pero ocurría lo contrario, eran ellas las que llamaban indicando con el
dedo a quien de los que estábamos en la mesa querían. Cierto es que
teníamos que salir en grupos, porque a los alemanes el que les
quitásemos sus chicas no les gustaba nada, y si encontraban a un
extranjero solo lo enviaban al hospital.
Había algo también muy particular. En el
"barrio chino", que se llamaba Sant Pauli, tenía en una de sus calles
grandes vitrinas donde se exponían las prostitutas con poca ropa, había
una ventanita por donde se gestionaba el precio.
La libertad sexual en los años sesenta
la consideré excesiva, así lo entendía también Guillermo, que me hablaba
de emigrar a España por salvar a su hija, que a los 14 años saldría de
marcha a las dos de la madrugada, como yo las veía incluso más jóvenes.
Claro que estaba en Hamburgo, y como puerto de mar siempre existe una
forma de vida diferente a otras ciudades más centradas.
Pensaba que no era lugar para echar
raíces, no por la libertad sexual, que a nadie le amarga un dulce, si
por la lengua, dura como la cama al uso, por el clima rigurosamente frío
y por la comida, con mucha patata y mucho ahumado, claro que hablo del
Hamburgo de 1960.
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La calle Herbertstrasse, en el barrio de St. Pauli de Hamburgo. |
Yo debía estar unos cinco o seis meses
para capitalizarme con el objeto de desplazarme a Paris y solicitar
asilo político, cosa que según la experiencia de Luis era posible, pero
con un proceso largo, por lo que hacía falta dinero para subsistir.
Siempre he pensado que en la vida hay
que desarrollar el sentido de adaptación, así que en poco tiempo me
había adaptado al frío. Eso sí, ayudado por calzoncillos largos, dos
pantalones, camiseta gruesa de abrigo, camisa de invierno, jersey grueso
de lana y un tabardo tres cuartos, junto a unos calcetines de lana con
los "botones" con puntera de acero y unos lingotazos de brandi era la
forma de sobrevivir. El tiempo fue mejorando, saliendo días de sol con
temperaturas ya de tres o cuatro grados sobre cero. El trabajo fue duro
desde el principio, pero el pensar que sería solo por unos meses y se
cobraba bien, con una moneda fuerte como era el marco, me ayudaba
también a sopórtalo.
Gracias que los fines de semana comía
decentemente en casa de Guillermo, pues solíamos comer en el comedor de
la empresa y la comida no solía sentarme bien por la ulcera de estómago,
que en aquella época lo resolvía con bicarbonato. Sobre la comida
recuerdo a un cuarteto de gallegos que se hacían su pote gallego y
comían los cuatro del mismo puchero, siendo la atracción de los alemanes
que hacían un circulo para verlos comer, claro que uno también podía
ver como comían los alemanes. Llevaban una torre de pan de molde de
diferentes clases, y entre uno y otro diferente ingrediente, esto unido a
una cerveza de alta graduación que solía ponerlos "contentos".
Un día el encargado por mediación de
Guillermo me dio a realizar un trabajo que consistía en hacer un ramal
de tubería de cuatro pulgadas. Cometí un error al saltarme las normas y
pasarme de listo, hice un croquis por donde debía de pasar la tubería
que no tenía grandes obstáculos y me ahorre el hacer las plantillas,
cosa que ya había visto en la UNL. En el taller no sentó muy bien que
llegase un extranjero a modificar el sistema, cosa que me hicieron ver
en cuanto a que ellos también podían hacerlo así, pero repercutía en el
tiempo y en el salario. Sin darme cuenta había tocado el sistema de
productividad por el que había luchado en Valencia. Mi intención, un
tanto cándida, fue la de demostrar que no solo servía como ayudante de
carga. Por Guillermo me disculpé, ya que fue él quien le dijo al
encargado de darme el trabajo, lo cierto es que ya no tuve el mismo
trato, aunque fue ya en el mes de julio y yo tenía planeado marcharme a
Paris en octubre, ya que el tiempo había mejorado notablemente. El
encargado, posiblemente por darle clases de dibujo a su hija o porque me
había cogido aprecio, o porque algún fin de semana se agregaba junto a
su mujer e hija a las comidas en casa de Guillermo, estuvo algo huidizo
unos días hasta que, haciendo Guillermo de traductor, me explicó que él
me había dado el trabajo para complacer a Guillermo. Le pedí disculpas,
admitiendo que me había pasado de listo, excusándome diciéndole que era
el método que se empleaba en la UNL, donde había trabajado incluso sobre
plano. Unos días después estábamos jugando al ajedrez yo le enseñaba
algunas palabras en español y él en alemán.
Lo de las comidas en casa de Guillermo,
se hizo popular, éramos cuatro españoles que yo organicé: estaba
Vicente, con sus dotes culinarias nos hacía unas buenas paellas ‒cosa
curiosa el azafrán en rama había que comprarlo en la farmacia‒, como
arroz caldoso y otras comidas. Un vasco de Portugalete, también un
"cocinilla". Antonio de Sevilla, con gran gracejo, que ponía ese punto
necesario para pasar buenos ratos y, claro está, yo mismo, con el apoyo
de Guillermo que era el organizador. Sin dudarlo puedo decir que fueron
estos fines de semana los de mejor recuerdo en mi corta estancia en
Alemania.
No sé si por falta de interés o porque
el alemán era sumamente duro, más bien rudo, difícil para mí, no
conseguí más que a mal pronunciar una docena de palabras.
No llegué a tener amigos reales, a
excepción hecha de Guillermo, y algo con el encargado, que por extraño
que parezca nos entendíamos con una mezcla de señas de medias palabras
en inglés y francés, que él lo hablaba y yo un poco. Llegado el mes de
mayo ya salían días soleados y se podía visitar la ciudad, que tenía
bonitos parques, pero siempre íbamos a parar a San Paoli. La primavera
tan esperada me hizo pasar ratos muy desagradables con mi ulcera de
estómago, que mitigaba con bicarbonato, esto se unía a la ya escasa
dentadura con infecciones frecuentes, que resolvía con enjuagues
prolongados de agua y sal.
El clima y la alimentación no ayudaron
en nada, en particular a mi estómago, que tenía que defenderse de la
excesiva ingesta de alcohol para contrarrestar el frío y una
alimentación dura, amén de estar inmerso en un ambiente de trabajo
extremo, de ruido, de una atmosfera ‒dentro del casco‒ difícilmente
respirable, de mal dormir en aquella nave, que albergaba en literas de
tres alturas a casi un centenar, donde igualmente se respiraba mal, con
sinfonías nocturnas de ronquidos. Tenía la sensación de no haber salido
de Ifni en los primeros meses de aquella mili de malos recuerdos.
Tenía contacto por carta con el amigo
Luis, que se había situado en París en el mantenimiento de las máquinas
de escribir que vendía su empresa, de la que anteriormente era
comercial. Se había instalado en un HLM ‒un piso social‒ en Palaiseau, a
unos 18 km de Paris. Luis estaba casado con una francesa y tenía tres
hijas, que en Francia se consideraba familia numerosa, por lo que tenía
ciertas prebendas.
Con mis más expresivas gracias a quienes han hecho realidad la publicación de estos cinco capítulos de las andanzas de Adolfo.
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